El agua cayó con violencia las escaleras, la sala, los cuartos. La casa se hizo agua. Las paredes todas se cubrieron de un marrón barroso que escurría lenguas liquidas de una boca abierta. La lluvia había caído por horas incontables, tantas que acallaron la música, el bullicio alegre de los niños.
La inundación no fue demoledora, casi ninguna casa se había venido al suelo, pero el miedo colectivo durante la noche, en la mañana se volvió pesadumbre. La visión de neveras, televisores, sillas, mesas, ropas, camas que estaban prácticamente inservibles.
Ereída que tenía esa capacidad de tomar decisiones inapelables en momentos que los demás quedan ausentes y atontados, que tanto caracterizan a las mujeres de mi tierra. No se sentó a llorar los peroles, los muebles, los objetos perdidos, sino que temprano empezó a dirigir en su casa una limpieza que abatiera la tristeza y la desesperanza.
Como pudo con los vecinos le dieron de comer a su hija y la sentaron en el alto estante de concreto que había en la cocina.
Armada con escobas, con tobos, arrollados los pantalones. Puso en manos de su esposo Régulo otro cepillo. Vamos que hay que dejar todo limpio, ver que nos queda, revisar la cocina, la nevera. Botar todo lo que se haya roto o esté tan empantanado que no lo podamos salvar.
En el cuarto la recobrada luz del sol entraba brillante y luchaba con la luz amarilla del bombillo sin lámpara que colgaba del techo. Un olor a humedad acre atascaba el aire. Se escuchaba el chasquido de las cholas al chapotear entre el barro pegoste a cada paso mientras entraban al cuarto.
El escaparate del rincón tenía las puertas cerradas, pero sendas goteras caían por debajo. Ereída abrió las puertas de un tirón y rodaron pequeños hilos amarillentos. Se detuvo contenida mientras miraba la ropa y las gavetas.
Rápida empezó a sacar las ropas que estaban mojadas, las olía y las tentaba varias veces. Las que no tenían salvación las mandaba dentro de una bolsa negra. Su mano se detuvo en un vestido azul corto, bajó la cabeza. Te acuerdas Régulo con este vestido fui al bautismo de la niña. Al cura no le hizo mucha gracia. Yo me quedé loca cuando llegaste con aquel vestido para mí. Vamos a dejarlo a ver si con una lavada lo recupero.
Régulo la miraba con sus ojos tristes y desesperados. Claro guárdalo. No había convicción en su tono.
Los uniformes del colegio estaban intactos. Suerte que el agua no subió tanto. Los puso aparte en una silla limpia. Pero los zapatos de toda la familia estaban hechos un asco. Solo habían sobrevivido unas cholas de duro plástico que había sido un regalo de la abuela.
De las gavetas pequeñas gotas resbalaban. En la primera unas camisas parecían húmedas pero nada grave. Debajo de las camisas sacó un álbum húmedo pero no empapado.
Las fotos de un viaje a Mérida aparecieron casi secas. Ereída suavemente las secaba mientras se volvía a su esposo y se las mostraba. Él finalmente se acercó mientras posaba una mano en la nuca de su esposa. Las fotos los miraban abrazados, rodeados de neblina con la niña en abrazos envuelta en cobijas. Caminos, iglesias, heladerías. La niña llorando porque le atemorizaba un burrito sobre el que la montaron para una foto.
Recordaron juntos a un viejito con sombrero gris que les contaba todo lo que ya no había en la ciudad.
En las últimas páginas un sobre amarillo y una sonrisa que cruza la boca de Ereída. Régulo la mira confuso y curioso. Lentamente ella abre el sobre, lo mira. No recuerdas esto. Pero apenas él ve las hojas de una raya, en seguida reconoce su propia letra.
Tres cartas que Régulo había mandado a su esposa. La primera durante su noviazgo, eran dos páginas repletas de palabras con grandes letras amuñuñadas. Hablaba de su amor, de su ardor por ella que había borrado el resto de mujeres en su vida. La segunda cuando supo que estaba embarazada, todas las promesas que pudo pensar las puso en aquel papel. La tercera carta no tuvo un motivo memorable. Sólo el deseo de recordarle lo sentido y lo vivido como familia.
Tras la inundación todo lo importante se había salvado.